La excelencia no se improvisa, se entrena

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La excelencia no se improvisa, se entrena

 

La excelencia no se improvisa, se entrena

A todos nos encanta cuando las cosas salen bien. Un ensayo que fluyó, una reunión que impactó, un domingo que se sintió especial. A veces incluso nos asombramos: “¡Wow! Qué excelente estuvo todo”. Pero lo que no siempre vemos —o queremos ver— es todo lo que hubo detrás. Horas de práctica, conversaciones incómodas, repeticiones, ajustes y, sobre todo, disposición.

La excelencia no es un golpe de suerte ni un talento mágico que algunos tienen y otros no. No es algo que simplemente aparece cuando más lo necesitamos. La excelencia, especialmente en el contexto del ministerio, es una decisión constante de entrenarnos, de formarnos, de prepararnos para servir a Dios y a su Iglesia con todo lo que somos.

Muchos de nosotros queremos dar lo mejor para Dios… pero a veces esperamos que lo “mejor” surja sin entrenamiento. Queremos tocar con excelencia, pero sin ensayar lo suficiente. Queremos liderar bien, pero sin formarnos. Queremos predicar con impacto, pero sin estudiar. Queremos que todo salga increíble, pero sin pasar por el proceso.

La excelencia no nace de la improvisación; nace de la intención.

Jesús dijo: “El que es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho” (Lucas 16:10). ¿Sabes qué hay en “lo poco”? La práctica diaria. Las ganas de aprender. El deseo de hacerlo mejor, aunque nadie lo vea. El compromiso con Dios de seguir desarrollando lo que Él mismo nos ha confiado. Porque Él no solo nos llama a servir, también nos llama a crecer.

Entrenarnos no es legalismo. No es presión. Es gratitud. Es la manera en la que decimos con hechos: “Señor, gracias por darme este talento, ahora quiero pulirlo para ti”.

Y sí, habrá días donde sentiremos que no avanzamos, que no somos suficientes, que no tenemos todo lo que se necesita. Pero ahí es donde se forma la excelencia verdadera: en el proceso, en la perseverancia, en la humildad de seguir aprendiendo.

¿Y cómo entrenamos la excelencia?

        1.        Con disposición a aprender, no a impresionar.
No necesitas ser el mejor, necesitas estar dispuesto a ser enseñado.
        2.        Con práctica intencional.
No solo toques por tocar. No solo llegues por llegar. Repite, analiza, mejora.
        3.        Con apertura a la corrección.
La retroalimentación no es un castigo, es una oportunidad para crecer.
        4.        Con visión a largo plazo.
La excelencia no es de un domingo. Es una cultura. Una forma de servir. Una manera de vivir.

No improvises el llamado. No improvises tu servicio. No improvises la adoración. Entrénate. Sé fiel con lo que tienes hoy. Porque cuando el corazón es intencional, Dios se encarga del fruto.

La excelencia que agrada a Dios no es la perfección del talento, sino la entrega comprometida de un corazón que no se conforma, que no se acomoda, y que busca siempre crecer.